miércoles, 5 de enero de 2011

EL HOMBRE QUE SE IBA A SUICIDAR UN DÍA MARTES

El Hombre que se iba a suicidar un día martes


            Las ideas obsesivas, resistentes a los tratamientos más modernos, esas que lo hacían caminar 15 cuadras de más, fijarse nueve veces si la puerta estaba cerrada, lavarse las manos cada vez con un jabón diferente o incluso caminar de espaldas para no verse la sombra, lo habían desbarrancado por una decisión irrenunciable.     Se iba a suicidar un día martes.
            Lo del día martes en principio fue una decisión tomando en cuenta,  para no perjudicarle el fin de semana a sus compañeros de oficina.
            Luego, ante el temor de tener pocas manos que llevaran el féretro, la modificó y decidió suicidarse un día sábado
            Pensó en el calor del verano y en la pronta descomposición de lo humano, esa que hace fruncir la nariz y que ahorca las flores para lograr esa fragancia agridulce. Eligió las 8 de la noche.
            Ante el miedo de olvidarse por ese reloj antiguo que a veces marcaba la hora y a veces no, se compró un reloj nuevo, a baterías. Por supuesto le compró una batería nueva.
            Se imaginó a sus compañeros, cancelando cenas, modificando bruscamente la agenda, y decidió suicidarse un día Domingo a las 8 de la noche. Incluso le vio el lado positivo, pensando en un asueto por duelo, al día siguiente.
            El hombre que se iba a suicidar un día Martes, y que decidió, luego suicidarse un día Domingo a las 8 de la noche, que había cambiado la hora y comprado un nuevo reloj y que le había comprado nuevas baterías, empezó a pensar la forma en que iba a suicidarse.
            De pequeño, la sangre, le había generado una aversión descomunal así que obviamente, descarto corte de venas y disparos de armas que no tenía. La idea de la asfixia lo asfixiaba, le empezaba a sofocar la garganta con la sola sensación del nudo apretando. Las arcadas eran tremendas cuando pensaba en el agua del mar, entrando a sus pulmones.
            Así, el Hombre que se iba a suicidar un día Martes, fue descartando el olor a quemado de la carne encendida, las convulsiones de la corriente eléctrica y el olor a mercaptano, del gas.
            Decidió suicidarse con pastillas para dormir.
Se imagino ir durmiendo, lentamente acurrucado en los brazos de la muerte. Se imagino, se repensó a si mismo sin esas ideas obsesivas, resistentes a la terapéutica más novedosa. Se imaginó muriendo con un gusto a miel en la boca.
            Al día siguiente, el Hombre que se iba a suicidar un martes, ya dispuesto, empezó a recorrer farmacias y perfumerías. Obtuvo el nombre de unos 17 medicamentos que servían para sus propósitos, pero no obtuvo ninguno. La respuesta era un no cerrado y contundente cada vez que decía no tener la receta: Es imposible, le contestaban uno, tras otros, los dependientes a cargo. Recorrió Farmacias, Perfumerías y Veterinarias, obteniendo de todos respuestas similares: Sin la firma del médico, es imposible.
            El Hombre que se iba a suicidar un día Martes, que había cambiado para un día Domingo a las 8 de la noche, que había adquirido un reloj nuevo con baterías nuevas, para evitar el infortunio de fallarle a su propia muerte. Que había descartado ensangrentamientos, ahorcamientos, ahogamientos y electrocuciones. Que había decidido de manera indeclinable, quitarse la vida abrazada al ronroneo de los fármacos, posibilidad que le había sido negada, una y otra vez, por no tener la correspondiente receta del profesional, ese hombre, al día siguiente, fue el alumno más viejo, que comenzó a estudiar la carrera de medicina.

Ernesto Argañaraz
           

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